La revista Educación y Cultura 152, dedicada por Fecode al reconocimiento del trabajo pedagógico, político, cultural y sindical de quienes han ejercido este embarazoso rol, en el tema central: Rostros de una criatura macondiana, se lee:
“La Orientación Educativa fue una criatura concebida por unos ascendentes que, empero las adversidades políticas y económicas, le estamparon un arco iris de valores. Siempre ha vestido el traje limpio de sus principios, la blusa transparente de su accionar, los píes animosos de su recorrido por las aulas, sus ojos videntes de la esperanza, su boca impecable de discurso psicopedagógico, sus cabellos cortos pero con ideas largas y profundas, su mente lucida de pensamientos, su corazón palpitante de coraje, como Antígona, para fortalecer la vida de los educandos; en fin, ha sido una dama que ha puesto en crisis a muchos directivos docentes; ha sido éticamente pulcra y lo seguirá siendo si y sólo si seguimos imprimiéndole el discurso pedagógico y la variopinta praxis psicopedagógica que exige su quehacer, en las olas del turbulento océano en el que se ha bandeado manteniéndose siempre a flote.”
Dentro de ese quehacer están los estudiantes, de los cuales el Docente Orientador hace indagaciones a profundidad de la dimensión sociocultural y de la dimensión psicológica para comprender los síntomas del malestar y sugerir los pasos a seguir en su abordaje.
Pero el conocimiento de dichas dimensiones no es de exclusividad del Docente Orientador, lo es primeramente del docente y del directivo docente, pues antes de saber qué enseñar, cómo y cuándo, se debe saber a quién y a quiénes. Dicho de un modo coloquial: el sembrador que no conoce el terreno donde riega la semilla, así el tiempo sea favorable, las herramientas de trabajo idóneas y la semilla de excelente calidad, la cosecha que recoge, si es que recoge, no es la esperaba y eso forja problemas como el síndrome de burnout, cansancio emocional, despersonalización y agotamiento.
Rebeca y el niño “redicho” en el marco de los 50 años de la Orientación
En el referido artículo se lee:
«La Orientación un día de febrero, como Rebeca, la niña macondiana, salió del Ministerio de Educación Nacional con el bultico de ropa arrugada con los conocimientos pedagógicos, para la prevención primaria de las enfermedades mentales; con el pequeño mecedor de madera con florecitas de colores pintadas a mano; con un talego de lona del que bullía el cloc cloc cloc de las perturbaciones psicosociales, no tan robustecidas como hoy por el descarado impacto de la pobreza, la violencia, la ignorancia, la corrupción, la privatización y la inequidad socioeconómica. La criatura también transporta en su imaginación el color verde de gallitos, el rosado de los peces y el amarillo de los caballos que fabricaba Jose Arcadio Buendía, para darle paso al insomnio que produce sueños, con las monedas de la esperanza de los educandos.”
No es la finalidad de este escrito exponer todo lo atinente al caso, le queda al lector la tarea de sumergirse en Cien años de soledad hacerlo y relacionarlo analógicamente con hechos de la cotidianidad escolar.
Ahora bien, de Rebeca pasemos al niño redicho, un joven que cuando cursaba 3º elemental fue promovido a 1º de bachillerato (6º grado), en el colegio San José de la Compañía de Jesús de Barranquilla.
Se trata de un adolescente insoportable por sus “bobadas y bromas fáciles” que a todos divertían; insurgente con la gramática; quien daba respuestas acertadas pero indescifrables en los exámenes y eso incomodaba a los profesores; un costeño que recitaba poemas, hacía crucigramas, inventaba parodias y quien dividió al curso entre quienes lo creían loco, los que aducían que se hacia el loco y quienes aseguraban que el loco no era El sino los profesores; un niño que aprendió a leer gracias a los efectos de la Emulsión de Scott, de acuerdo con la versión de Luisa Santiaga, su madre.
Fue un chiquillo que llegó al Liceo sabanero luego de haber sido expulsado del colegio de los padres jesuitas, por tirarle un tintero al maestro de aritmética, mientras les escribía ejercicios de regla de tres en el tablero. Un adolescente diagnosticado, por un psiquiatra, a solicitud del colegio, con fatiga nerviosa crónica agravada, por leer después de las comidas.
Lo que destella este paisaje sociocultural es la trasposición fragmentaria de la sintomatología de dos de los miles de casos que, a diario, atendemos los Docentes Orientadores en los que hay niños, niñas, adolescentes y adultos insoportables, no por sus bobadas y bromas fáciles y divertidas, sino por las respuestas inmediatas y efectivas que le exigen al docente y a la institución educativa, para afrontar situaciones como: el consumo de sustancias psicoactivas, el embarazo, las violencias, los ataques de pánico y ansiedad, el desgano por estudiar, la desterritorialización, la migración y todo lo que transgrede la existencia suya y la de sus congéneres, verbi gracia las autolesiones, las cortadas, la bulimia, la anorexia y el suicidio.
No son los niños y jóvenes que recitan poemas, porque el uso de la memoria lo satanizaron las competencias; tampoco los que asisten al coro, porque no hay profesores de música; ni quienes hacen crucigramas e inventan parodias, sino seres humanos que dejan descifrar, en los surcos de sus rostros, versos de los dolores psíquicos que los reveses de la existencia han impreso, para que los transcriban y actúen: el maestro, la maestra, el coordinador, la rectora, sus compañeras y compañeros y sin excepción el Docente Orientador o la Docente Orientadora, en el espejo de la institución escolar, porque el espejo del hogar está empañando con la misma bruma que los tiene confundidos.
Son estudiantes que se están autoexpulsando del colegio o desertando por el cansancio que produce el modelo educativo de las competencias y del exilio de la pedagogía, donde no es prioritaria la socialización ni la formación ciudadana, ni las artes ni la filosofía, ni el juego, ni la literatura, sino que priman las matemáticas, las ciencias y la formación en tecnologías sin contar con los medios ni con sus deseos, en un país donde el verde es la literatura y las artes, pero los gobernantes le siguen apostando al “caballo equivocado”, el capricho sigue siendo el capitalismo cognitivo, la racionalidad instrumental.
Son estudiantes que trasportan los filones del hambre y la desnutrición en las mejillas empalidecidas y en sus ojos tétricos; chicuelos que, en sus gestos, retratan los sonrojos de las heridas del paso de la vida y en su vocabulario la exigencia de un alimento intelectual que nutra y eleve su modo de pensar, que no los intoxiques ni aliene.
En fin, son niñas, niños jóvenes y adultos que, como Josefina o el pueblo de los ratones, en la obra de Kafka, no tienen ni han tenido tiempo para ser niños y niñas; vástagos de familias distópicas que, luego de gatear, apenas pueden correr un poco y distinguir otro tanto del mundo que los rodea, ya deben ganarse la vida como adultos y guerrearse sus lugares, muchas veces con la violencia como lo reproducen, en el día a día, en las relaciones en el aula, en los corredores, en las canchas, donde las hay, y cuando las circunstancias no lo posibilitan o el Manual de Convivencia lo prohíben, se las arreglan afuera, en los parques y entornos escolares zanjan pugnas y duelos, porque la justicia punitiva es un vestido muy pequeño para un cuerpo tan robusto que exige amplitud, es decir, libertades.
Son educandos que están muy lejos de ser diagnosticados por fatiga nerviosa crónica agravada, por leer después de las comidas, pues muchos no comen porque no tienen que comer y tampoco en que ni en dónde leer. En muchos colegios es prioridad arreglar un computador antes que mantener abierta la biblioteca: ¡así se promueve el amor a la lectura y la mejora en las pruebas Pisa, saber!
Pero hay quienes han logrado acceder al diagnóstico de uno de esos 2.5 psiquiatras, a que tenemos derecho cada cien mil colombianos, con el agravante de que unos no pueden ingerir el medicamento por falta de dinero para comprarlo y quienes lo han logrado la somnolencia los sujeta al pupitre, mientras transcurren las clases. En ocasiones, esas clases que, como decía Estanislao Zuleta: “no le dan tiempo para estudiar”, es decir, para leer, para pensar, para crear.
Para algunos lectores lo dicho hasta acá tiene un tinte de pesimismo más que de optimismo, porque están leyendo lo que la retina no quiere ver. Con frecuencia, apunta Fernando Savater, en una entrevista a Ciorán, el pesimista seductor, “los que pasan por pesimistas no son sino optimistas decepcionados frente a expectativas formidables”, huelga decir, a las buenas intenciones de las que están empedradas las políticas sociales estructuradas en los Planes de Desarrollo y en normas legales.
El pesimista teme lo peor, porque desea lo mejor. El y la pesimista piensan cosas muy razonables, como que la felicidad, la justicia, la solidaridad, la libertad y otros grandes ideales, son relativamente alcanzables e incompatibles entre sí. Piensa también el pesimista que en el mundo predominan, de forma abrumadora, el hambre, las guerras y los desastres; en sí, un pesimista es un optimista bien documentado, rememorando a José Saramago.
Las cosas razonables que piensa el pesimista como la felicidad, la justicia, la solidaridad, la libertad y otros grandes ideales, se hallan -parafraseando a Freire- en esa necesidad ontológica que perdiendo la dirección se ha distorsionado: la esperanza. Este “concomitante psíquico de la vida y del crecimiento” evocando a Erich Fromm, viene siendo destrozado por las guerras, el hambre, las catástrofes, la corrupción, el empobrecimiento y es la lúgubre nube gris que cubre los territorios donde nosotras y nosotros trabajamos, en aquellas personas que por razones económicas o sociales se hallan excluidas de las comodidades de la mayoría y no tienen sitio que ocupar social y económicamente.
Son, entre otros, los educandos, los padres de familia y varios de nosotros a quienes la conciencia crítica nos sitúa ahí. Por eso, una de las tareas del educador, la educadora, de la Docente Orientadora y del Docente Orientador -se lee en la Pedagogía de la desesperanza- es descubrir, con el amor y con la política, las posibilidades para la esperanza, sin la cual poco podemos hacer. Necesitamos la esperanza critica como el pez necesita del agua incontaminada. Cuando luchamos desesperanzados o desesperados la nuestra es una lucha suicida, lo mismo que si nos resignamos.
Como necesidad ontológica, sin lucha y con la mera espera no hay esperanza. Que con la esperanza -dilectísimos asistentes- no nos acontezca como aquel personaje de Kafka, en El proceso, que llega a la puerta de la gloria e implora al guarda que lo deje ingresar y aunque la puerta está abierta y no hay impedimento este le dice que no puede admitirlo.
El joven visitante se sienta a esperar, entre tanto pasan los años, se vuelve viejo y lo comienza a rondar la muerte. Es cuando, por primera, vez le pregunta al guarda: ¿Como es que en todos estos largos años nadie más que yo ha vendido a pedir que lo dejen enterar?
El portero le responde: “nadie más que usted pudo ganar esta puerta, dado que a usted estaba destinada. Ahora voy a cerrarla” y la cerró. No podemos asumir el rol del tigre agazapado: esperar y esperar para dar el zarpazo. Tener esperanza significa estar presto en todo momento. Solo cuando desesperamos y ya no sabemos qué hacer podemos llevar a cabo el cambio: tenemos que pasar por ese punto cero de la desesperanza del que nos habla Zizek.
Teseo logró salir del túnel gracias a la decisión de Ariadna de lanzarle el hilo de oro para llegar a la puerta del túnel, encontrarse con la luz y seguir. Antígona no se sentó a esperar que le autorizaran sepultar el cadáver de su hermano, desafió al rey de Tebas, porque estaba segura de que por encima de las leyes de la ciudad estaban las universales.
Nuestras colegas de la IED La Amistad, entre 2012 y 2018 demostraron, en Control Disciplinario, que por encima de la resolución del rector estaban la razón, la justicia, decretos y leyes superiores ratificando que nuestra jornada laboral es de 6 horas presenciales, como lo venimos defendiendo y como, próximamente, se leerá en la norma que modifica el Decreto 1850 en los acuerdos de Fecode con el actual gobierno nacional.
Para las y los Docentes Orientadores es claro que otro elemento vinculante con la esperanza y la fe es el coraje. Hacer Orientación en Colombia y en Bogotá es un acto de coraje, así como lo es educar. El auténtico coraje consiste en admitir que la luz que hay al final del túnel, probablemente, es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria.
Esa luminiscencia que se asoma al final del pasadizo, como la sonrisa del gato Cheshire, en Alicia en el país de las maravillas, es la secretaria de Educación de Bogotá, que por fin va a hacer realidad el disfrute de los derechos de las y los Docentes Orientadores en espacios batallados de autoformación, como las mesas locales, la mesa distrital, en las instituciones y, sin ir tan lejos, la asistencia masiva, de todas y todos Docentes Orientadores en los sucesivos Congresos de Orientación.
Para ello se requiere que esa membrana de obscuridad que guía a varios rectores de los centros escolares se rasgue y por sus hendijas penetren los Derechos a la participación, a las libertades incluso, ¿Por qué no decirlo?, a la protesta.
Fíjense que no hay pesimismo, porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer como lo vemos en las paredes y pisos de edificaciones descuidadas y en las vetustas tejas y techos de algunos colegios.
Se requiere, mirando hacia el cielo, que el verbo de “Una educación que te responde” ¡responda!; se haga carne, para que habite entre nosotras y nosotros lleno de gracia y de verdad y no se quede en el edificio de la calle 26, en el Olimpo, de no ser así, conquistará la razón aquel filosofo del lenguaje para quien: “Los hombres sueñan como dioses y reflexionan como mendigos”.
En medio del optimismo, de la esperanza y la desesperanza y el coraje está la fortaleza, evocando a Spinoza, asumida como la capacidad de resistir la tentación de comprometer la esperanza y la fe.
Coraje y fortaleza fue lo que tuvo Virginia Wolf para trabajar en sus obras literarias con la esperanza de poder así expresarse y superar los horribles traumas de su infancia, acaecidos por el abuso sexual de sus dos hermanastros, situación que la empujó a suicidarse.
Fortaleza es la que han ostentado la escritora Neige Sinno quien, en su libro triste tigre, relata la manera aberrante e inconcebibles como su padrastro la violaba desde los 7 anos. También lo son Bertrand Russell, quien prefirió vivir a cambio de suicidarse, porque quería saber matemáticas; en la misma dirección Piedad Bonnet relatando el suicidio de Daniel, su hijo; Margarita Posada con Las muertes chiquitas y Yineth Bedoya denunciando al Estado por los abusos y violaciones, en su cuerpo, por algunos funcionarios de seguridad.
En el aquí y en el ahora, la punta de la aguja de violento metro escolar indica que, en Bogotá, entre 2019 y 2023, se visibilizaron 20.492 alertas por violencia sexual en las que el mayor porcentaje de victimarios son los integrantes de la familia que muchos romantizan: hermanastros, hermanos, padrastros, abuelos y familiares consanguíneos y por afinidad.
Pero, volviendo a Kafka, esta vez con La carta al padre, millones de niñas y niños no le pudieron ni le pueden decir a sus padres, porque no les creen y si les creen no los apoyan y si les creen y los apoyan les hacen sentir culpables de su desgracia.
Su esperanza la fincan en el Docente Orientador, allí está su fortaleza, porque la Orientación es uno de los pocos espacios seguros; pese a las precariedades locativas, a la carencia de medios, a la sobrecarga laboral, a los vejámenes, al deterioro de la convivencia, a las amenazas de sanción y de muerte, en ocasiones y al restrictivo apoyo institucional y de la SED.
La Orientación es el ágora donde se leen las partituras de los cuerpos, los atlas de las páginas de lo que no se ha dicho ni se ha escrito, pero se quiere que se escuche. Estas y otras problemáticas psicosociales son los hilos de Ariadna con los que las y los Docentes Orientadores ayudamos a sacar del túnel a cientos de educandos, padres de familia y docentes, para que el Minotauro de la violencia y la desesperanza no los devore.
Al estilo de Penélope, quien teje mientras retorno Odiseo o como la abuela de Pitágoras, que ayudó a tejer los cuadrados de los catetos y la hipotenusa, la Orientación Escolar ha sido y sigue siendo la firme tejedora de esperanzas en la travesía de este océano de aguas turbulentas de la educación en Colombia, durante más de medio siglo.
Cuando los presbíteros de la Compañía de Jesús se preocuparon por la fatiga nerviosa crónica agravada del hijo de doña Luisa Santiaga, por leer después de las comidas, de quien fuese años después, hasta ahora, el único premio nobel de literatura que tiene Colombia, la Orientación escolar estaba en gestación.
El ovulo de la educación, recubierto con la política de la Mundialización de la educación, se fecundaba con los espermatozoos de la prevención primaria de las enfermedades mentales, las perturbaciones psicosociales y los trastornos emocionales, fenotipo que no se ha marchitado, en más de diez lustros, pese a los fuertes vientos e intensos veranos que ha tenido que hacer cara.
La máxima obra literaria del niño catalogado de loco en el colegio, al que no le perturbaba el sueño dormir varias veces, en la misma cama, con una de las mujeres del servicio desnuda; al niño que no lo soportaban como adulto ni como impúber en la fatídica línea de los trece años; el niño que sintió un “terror delicioso” el día en que su padre, preparándolo para los negocios, lo mandó a cobrar varias de las horas en un burdel y por la hendija de una puerta, que daba a la calle, vio a una de las mujeres de la casa durmiendo la siesta, en una cama de viento, descalza y con una combinación que no alcanzaba a taparle los muslos.
Aquel que nos enseñó que la vida no es lo que uno vivió sino, la que recuerda y cómo la recuerda para contarla; el mismo que conoció el hilo con ayuda de su abuelo, esa magna obra literaria se conoce en el país el año en el que llegan los colegios INEM a Colombia, con el modelo de Orientación Vocacional, transferido de la tierra del tío Tom y es publicada siete años antes de la expedición de la resolución que hoy nos tiene memorando los 50 años de la Orientación Escolar en Colombia, es una resonancia con contraste del pasado, del presente y probablemente del devenir de este egregio oficio.
Un pasado que, como el cuento del caracol que descubrió la importancia de la lentitud, acomodado tras la cabeza de la tortuga, le preguntó que hacia donde iba, y el reptil le respondió que esa no era la pregunta más adecuada, que en realidad debía preguntarle de dónde venía. Deluxe nos diría la pregunta es ¿Dónde estamos?
La pregunta de dónde venimos, de Memoria, la tortuga; la pregunta de dónde estamos del filósofo postmoderno, para acoger la pregunta del caracol Rebelde ¿para dónde vamos? pasa por seguirnos interrogando por el sentido y significado de la Orientación educativa, más incluyente que la escolar.
Esas preguntas son y seguirán siendo el hilo de oro que sacó a Teseo del túnel, en nuestro quehacer, tal como lo siguen siendo en este viaje que emprendimos a mediados del siglo XX, al modo de Eneas de Troya al Lacio, con muchos tropiezos, con caídas y levantadas, pero siempre sacudiéndonos el polvo de las rodillas y las lágrimas del rostro.
Nos hemos confundido; nos hemos equivocado pero hemos corregido y aprendido de los errores; hemos sabido ser encima en medio de la tempestad, haciendo lo que es debido y haciéndolo bien, porque la Orientación ha estado atenta a cómo se producen los hechos para saber actuar sobre ellos.
En el infierno de los vivos, ese infierno que – como escribe Calvino- habitamos y que no aceptamos porque no queremos volvernos parte de él, sino que buscamos reconocer, quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.
Resistimos, hemos sido incapaces de rendirnos. Por la retina de nuestros ojos no solamente hemos visto las cicatrices del dolor en los rostros de estudiantes, padres de familia y docentes, sino que hemos sido acariciados por sus sonrisas, muecas que han quedado impregnadas en las mentes y en los corazones de miles de colegas que hoy están acá, otros jubilados, algunos siguen ejerciendo y también hay quienes se las llevaron, tal vez del más acá al más allá.
No alcanzaron a celebrar los primeros 50 años de la Orientación Escolar. Y quienes estamos hoy acá no llegaremos al 62 Congreso para conmemorar el centenario del natalicio de la Orientación educativa.
Mientras tanto, al estilo nuevamente de Alicia en el país de las maravillas, no nos sosegaremos, seguiremos dando vueltas y vueltas, buscando la llave grande para la cerradura grande, que nos deje ingresar al túnel en cuyo fondo, a diferencia del túnel donde habita el Minotauro, está el jardín más maravilloso que pudiera jamás soñar: la esperanza, eso sí, corriendo todo lo que podamos para mantenernos en el mismo lugar, porque si queremos llegar a alguna otra parte, verbi gracia al 2074, debemos correr por lo menos el doble de rápido, pero sin olvidar las lecciones de la tortuga y del caracol rebelde.
Son lecciones que hacen parte del jardín al que ingresan cerca de 400 nuevos colegas a quienes les decimos: ¡Bienvenidas y bienvenidos a la alborada de los nuevos 50 años de la Orientación Educativa en Colombia!