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viernes, noviembre 22, 2024
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Alfredo Molano: «la derrota»

La derrota*

La vi organizar sus cosas sobre la cama, como siempre lo hacíamos, abrir la maleta y  empacar con afán. Salió sin mirarme. Yo sabía que me había dejado de querer desde el día  en que ya no volvimos a reírnos juntos. Me lo callé para no creerlo y no tener que  aceptarlo, y por eso aquel adiós no me sorprendió, como se lo recordé el día que regresó  derrotada para contarme lo que le había pasado; sabía que yo necesitaba escribir sobre ella para poder ponerle punto final —o quizás punto y coma— a mi duelo.

La Boca del Cajambre es un puerto escondido en un manglar de la Costa Pacífica  colombiana. O mejor, en lo que el negro Bonifacio Mosquera ha dejado del manglar, porque  el hombre ha levantado familia, comprado panga, construido casa e instalado aserrío a  punta de venderle «palos prohibidos por la ley», como los de mangle, a don Enrique Ortiz,  un comerciante que compra la madera que sea para vendérsela a su vez a Cartones  Colombianos. Haberse pillado este negocito fue la perdición de Diego y de su amigo Aníbal, los vecinos que ella y su compañero tenían cerca de donde fueron a parar después de que  alguien les dijera, en Buenaventura, que en el río Cajambre se estaba organizando una colonia de blancos.

Era la ilusión que ella alimentaba desde que la conocí: vivir a la orilla del mar y no tener  nada distinto a la paruma que llevara puesta, así —digo yo— le tocara cargar a ratos a  Ramón, su compañero. Diego era un ingeniero de petróleos que había trabajado toda la  vida con Ecopetrol. Graduado en la Escuela de Minas de Medellín, dirigió el campamento de Puerto Niño, en el Magdalena Medio, por allá en los años cincuentas, y luego vivió en El  Tarra, Norte de Santander, donde fue directivo de la empresa y como tal estuvo haciendo  un largo curso en Kuwait. Se jubiló, compró la casa donde vivían, para que la mujer y los  hijos no tuvieran problemas, y se fue a vivir a la Boca del Cajambre.

Construyó una casa pequeña frente al mar y se dedicó a aprender ajedrez con un libro que  compró en Estambul sobre la historia de las grandes partidas, desde Capablanca hasta Kasparov. Una mañana Diego vio desembarcar a un hombre de barba blanca, que cargaba  un morral y que pensó que era un simple excursionista de paso. No fue así: venía a  quedarse, y por eso se prometió a sí mismo no ayudarle. Incluso le negó el saludo, y sólo  lo vino a conocer seis meses más tarde, cuando ya Aníbal, el viejo, había construido casa y  una tarde vino a desafiarlo a una partida de ajedrez que le sirvió, aunque la hubiera  perdido, para hacer migas con quien apodó «El forastero».

Aníbal había sido chofer de la familia Mallarino, perteneciente a la más rancia aristocracia  bogotana. Cuando enviudó decidió irse a pescar al mar, su pasión desde que don Arturo, su patrón, lo había iniciado, al regreso de un viaje a La Florida, en los solitarios placeres de la  pesca. Conocía al dedillo todos los enredos amorosos y políticos de la familia Mallarino, y se reprochaba no tener facilidad de escribir para contarle al país de qué masa estaba hecha la  que llamaba con desprecio «gente decente». En lugar de escribir, miraba el mar a través de un catalejo, con sus pequeños ojos azules.

Los viejos se hicieron muy amigos. Jugaban ajedrez todas las tardes y comían el pescado  que todas las mañanas traía Aníbal, mientras Diego cuidaba la huerta, que en realidad eran cuatro matas de yuca, dos de papachina y unas pocas de plátano. Habían reducido sus necesidades a nada. Diego consentía una gata escuálida que apareció una noche, y Aníbal  visitaba de tarde en tarde a una negra generosa en carnes y risas que se lo daba a cambio  de unas botellas de biche, un aguardiente de sacatín, muy popular en la región. Se diría que vivían un ocaso plácido y merecido.

La única preocupación de todos era la destrucción del manglar. Repetidamente lo habían  denunciado en Buenaventura y en Cali, pero don Enrique, el comprador mayorista, tenía  vínculos con los políticos y había logrado construir una muralla que protegía su negocio a  cambio de los votos que le conseguía Bonifacio Mosquera, votos todos de los trabajadores  que le aserraban la madera y se la ponían descascarada en el puerto. Eran muchos, porque el río Cajambre tenía mangle hasta bien arriba, y porque además el tipo explotaba los ríos  Agua Sucia, Timba y Yarumanguí. Un día se supo que habían secuestrado a don Enrique.

—La guerrilla, sin duda —dijo Diego.
—Pero no se le olvide que también hay delincuencia —le reviró Aníbal.

Nunca se supo quién pagó el rescate, y el negocio de la madera continuó a mayor escala  porque había que tapar el hueco abierto por la extorsión. Fue por aquella época cuando  llegaron ella —que para más veras se llama María José— y su compañero a la Boca del  Cajambre. Construyeron un tambo donde guindaron las hamacas y pusieron un fogón para  asar el pescado. Ella no quería más. La amistad entre los recién llegados y los viejos se  estableció con rapidez. Nadie quería molestar a nadie y se guardaban entre todos un afable respeto, hasta que una tarde María José vio desembarcar a unos hombres con armas.

—Tan raro —se dijo—. El Ejército por aquí en estas lejanías… —y llamó a Ramón.

Eran quince hombres y cuatro mujeres. Al rato llegaron al tambo, y sin mucha vuelta se  presentaron como guerrilleros. Anunciaron que los iban a ver muy seguido por la región, y  aclararon con severidad que lo único que no permitían eran los sapos. A Diego y a Aníbal  también los visitaron. Pasaron los días y no se volvió a saber de ellos. Sólo que andaban,  que caminaban por ahí, y que se iban por donde llegaban. El 24 de diciembre, no obstante, a eso de las diez de la mañana, cuando Aníbal pescaba y Diego preparaba una natilla para  celebrar la Nochebuena, volvieron. Venían sólo cinco: cuatro hombres y una muchacha. Se  sentaron a charlar con Diego. El comandante contó cómo se hacía en su tierra, El Espinal,  la lechona para la Navidad. Cuando llegó Aníbal, la conversación estaba muy animada;  tasajió el pescado que había cogido e invitó a un biche a los guerrilleros.

Los hombres aceptaron y la muchacha dijo que a cambio del aguardiente, ella prefería que le permitieran bañarse en la ducha. Aníbal, que era un viejo seductor, le contestó que sí,  que claro, que encantado, y le preparó toalla, jabón, champú. Llevaban media botella de  biche cuando salió la muchacha del baño, recogió sus cosas y las organizó dentro de una  mochilita de Hello Kitty. Aníbal le dijo que siempre que quisiera, el baño estaba a la orden.  Diego hizo un chiste ridículo:

—Y él también.

Cuando terminaron la botella, los guerrilleros —a pesar de la protesta y de las reiteradas  invitaciones que Aníbal les hizo para que se quedaran a celebrar la Nochebuena— se  fueron. Pero la «colonia» siguió bebiendo hasta que amaneció. María José se levantó el día  de Navidad pensando que algo grave había pasado esa noche, pero como nadie le reprochó nada ni había queja alguna de nadie, concluyó que la sensación era puro guayabo. Sin  embargo, al día siguiente, y a la semana siguiente, siguió con el gusanillo. Ramón le  preguntó si no era que le había gustado el comandante, y ella, que es una fiera, le  respondió que comiera mierda y que lo que él tenía era más bien un «guardado» en  Buenaventura. Y que no fuera hijueputa. Ella ya sabía porque se lo había contado la gorda de Aníbal, y María José andaba —yo la conozco— con el colmillo montado.

El 7 de enero pasó mala noche. Dio vueltas en la hamaca y se levantó varias veces. El  silencio era perfecto. Salvo el mar, nada se oía. En la madrugada llegó Aníbal a contarle  que los perros habían amanecido muertos; envenenados —rectificó—, porque tenían la jeta llena de babaza. María José supo en ese momento —me dijo después— que todos tenían  que irse de la Boca del Cajambre, y así lo confirmó a la mañana siguiente, cuando Diego llegó como un loco pidiendo socorro y gritando que habían asesinado a Aníbal. Al rato  recobró el resuello: un grupo de hombres armados había llegado hacia las nueve de la  noche; Aníbal creyó que era la guerrilla y los saludó muy atentamente, pero pronto cayó en la cuenta de su equivocación fatal.

—Usted —dijo el que mandaba— es un malnacido guerrillero. Venimos a cobrarle sus fiestas con esos bandoleros —y sin decir más sacó una pistola y le disparó tres tiros  en la cara.

Aníbal dio un bote y cayó sobre el libro que María José le había regalado de Navidad: La  hija de la fortuna, de Isabel Allende. Diego quedó petrificado. El jefe lo miró y le dijo: —En  cuanto a usted, hijueputica, no le hago nada para que vaya a avisar; no quiero que las  moscas se los coman a juntos y que no se sepa que el teniente Aguirre, del Escuadrón de  la Muerte, anda por estos lados limpiando la región de guerrilla. Le dio un puño, lo tiró al  suelo y le soltó un par de culatazos en las costillas. Diego, sin moverse del miedo, esperó el amanecer.

María José y su compañero salieron corriendo a la casa de Aníbal. Tal cual: botado sobre el  piso y en medio de un mar de sangre. Las moscas revoloteaban sobre el cadáver. Ella salió  corriendo, y corriendo llegó al pueblo más cercano, Puerto Caraña, a pedir ayuda. Fue  directamente a la estación de policía y el comandante le dijo con toda tranquilidad:

—Ya sabemos, pero tenemos orden de no abandonar el puesto. Traigan al viejo y aquí le hacemos el levantamiento.

Llorando llegó donde el cura.

—Señora —le respondió éste—, no puedo albergar muertos de esos en la iglesia. Además, usted debe saber, hoy llegan los Reyes Magos.

Desconsolada, comenzó a caminar sin saber hacia dónde. Por detrás de las puertas y  ventanas, sin dejarse ver, la gente le preguntaba:

—¿Fue verdad? ¿Cómo quedó el finadito? ¿Cuántos tiros le metieron? ¿Era novio de la «compañera»?

María José creyó enloquecerse. Al rato encontró a Celestino, el loco del pueblo, un hombre  que hace crucifijos en madera de mangle para los «arrepentidos» y construye altares en las esquinas «para lavar el aire». En cuanto la vio, le dijo:

—Niña, yo voy a cantarle los alabados al señor don Aníbal.

En la tarde llegaron Ramón y Diego con el muerto a cuestas. Nadie quería prestar la casa  para velarlo y no encontraron un solo cajón en el pueblo; terminaron poniéndolo sobre la  mesa de billar de un bar que se llamaba el As de Copas. Celestino le cantó los alabados a  oscuras, durante toda la noche, mientras Diego y Ramón se emborrachaban. Cuando  amaneció, lo arrastraron como pudieron, lo metieron en un bote y, mar adentro, lo botaron  al agua. En el muelle María José dejó a Celestino cantándole los últimos alabados y, sin voltear a mirar a Ramón, cogió camino. Anoche llegó de Cali y no ha dejado de llorar. Ahí  está, a mi lado, mientras escribo.

* Tomado de: Molano, Alfredo (2001). Desterrados. Crónicas del desarraigo. Punto de lectura. Bogotá. pp. 27-34.

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