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Estanislao Zuleta: «encanto y terror de la palabra»

No hay ninguna palabra inocente, neutra, puramente denotativa; incluso allí donde se  procura producir conceptos o signos artificialmente mono sémicos, unívocos, es decir, en el  lenguaje de la ciencia, solo resulta eficaces y operatorios en la medida en que logramos  mantener reprimida la proliferación de sentido, el valor de amenaza y promesa que son  propias del signo. Hasta los números naturales y las figuras de la geometría plana están  permanentemente asediados por una valoración simbólica que los refiere al orden del deseo.

La palabra que parecería poseer un sentido más independiente del contexto -el nombre  propio- es justamente aquella que está más íntimamente ligada al poder. No solo los  primitivos suelen temer que el enemigo conozca su nombre como si con ello quedaran, por  decirlo así, en sus manos, sino que todos los amantes convocan el nombre del ser amado y tratan de introducirlo de alguna manera en la conversación o, lo que es lo mismo, de  invitarlo- como si con ese nombre poseyeran el secreto más íntimo de la identidad del otro  con todas sus promesas; y cuando el nombre o su substituto circular entre los amantes,  existe siempre el deseo de rebautizar al otro y de ser rebautizado por él porque todos  surgimos en el discurso del Otro, de los objetos primordiales y padecemos de sus designio,  expectativas y reparaciones inconscientes.

Pero no solo el nombre sino toda palabra nos  asalta en el núcleo de nuestro ser en la medida en que denuncia, así sea indirectamente, lo que nos está vedado saber de nosotros mismos porque resulta incompatible con la estructura de nuestra conciencia y de nuestra  inevitable pretensión a la unidad; o bien, porque nombra y libera lo que permanecía  silencioso en nuestra vida hablando solo síntomas; sea porque, como ocurre en el humor,  una palabra acertada nos indique que ahora sobra esfuerzo para mantener reprimida una  tendencia de nuestro ser- deseo u hostilidad- y que podemos reconciliarnos con ella hasta  el punto de que la energía que empleábamos para acallarla quede sobrante y se manifieste  como risa; sea porque, como ocurre en el amor, todo discurso del otro se dirija  ocultamente a nosotros como a la garantía de su validez y todos nuestros discursos se  dirijan al otro como a un testigo privilegiado capaz de validar no solamente nuestras  proposiciones coherentes y verificables, que no lo necesitan, sino de nuestros tartamudeos  y nuestras muletillas más particulares.

Hace casi treinta años Lacan reprochaba con razón a Freud el haber dejado en la sombra la fuerza de la palabra en su capítulo sobre las masas artificiales, la iglesia y el ejército, y decía: «la ironía de las revoluciones consiste en que engendran un poder tanto más  absoluto en su ejercicio, no como se dice porque sea más anónimo sino porque está más  reducido a las palabras que lo significan. Y más que nunca por otra parte la fuerza de las  iglesias reside en el lenguaje que han sabido mantener…» (Écrits. pág. 283)

En efecto, el poder que pretende amar a todos sus súbditos, protégelos y trabaja por su  bien, demanda ante todo ser objeto de una idealización muy precisa: ser idealizado como  el emisor de una palabra no cuestionable, no solamente de la palabra que designa el  conjunto de lo prohibido, lo permitido y lo obligatorio, sino de la palabra que interpreta en  general el sentido de la conducta y los acontecimientos y finalmente enuncia la verdad. El  Emperador Justiniano (y nada menos que un texto sobre la santísima trinidad) duce:  «aquellos que no piensan como nosotros están locos”[**].

Y parece que algunos psiquiatras soviéticos son todavía sus fieles discípulos. El poder pretende que su palabra produzca el famoso consenso social con el cual si bien no todos los problemas quedarían resueltos, al menos- y esto es lo más importante- serian  interpretados de la misma manera y si algún aguafiestas viene a dañar esta alegre  comunión del sentido y dice tercamente como galileo «debe saber que queda condenado a  mentir sobre su propio pensamiento, al silencio y a la soledad[***]. 

Y cuando el poder siente que ha perdido la credibilidad, su demanda de amor se convierte  en persecución y censura, o bien puede tratar de recuperarla produciendo o designando un  enemigo exterior en la confrontación con el cual todos tengan que estar unidos a riesgos de la derrota, la ruina o la muerte; lo que tiene la ventaja nada despreciable de que toda  diferencia interna pueda hacerse aparecer como una complicidad de hecho con el enemigo  externo. Si tomamos ejemplos más o menos extremos es para destacar una tendencia allí  donde esta exacerbada hasta lo patológico; y para indicar un mecanismo que opera  igualmente en la interlocución de los individuos.

Todo discurso contiene inevitablemente una demanda de amor, de corrobación de  reconocimiento y arriesga por lo tanto ser defraudado, desconocido o, pero aun,  desatendido; incluso el discurso que se opone directamente al otro, apela indirectamente a  la aprobación y al amor de los terceros- presentes o ausentes- que lo acompañan en esa  oposición. Tiene como se sabe, la particularidad de que habla desde la evidencia, sea en los celos interpretativos o en el delirio de persecución, y el que no la corrobora absolutamente, denuncia por ello mismo su ceguera total o su complicidad directa con el enemigo.

No hay  en esta palabra sin riesgo cabida para ninguna hipótesis ni proceso de verificación, ni  intento de demostración, ya que el «otro”, el destinatario- que no es en realidad más que  un yo especular- debe constatar pasivamente la verdad que se le demuestra sin lo cual  pasa al campo enemigo.

En una organización psíquica muy diferente, nos encontramos el temor a ser invadido por el pensamiento del otro, habitado por su palabra, despojado por lo tanto de una palabra  propia y, en consecuencia, anulando como sujeto del pensamiento y del deseo. Estas  distorsiones patológicas de la intercomunicación, por opuesta que parezcan, tienen sin  embargo un fondo común. Hubo en efecto un tiempo de comunicación sin distancia, en que la palabra de la madre no podía ser sospechosa ni diferir de la realidad y el sujeto puede quedar fijado a ese tiempo en el que su ser para orto era simplemente su ser, porque su  madre no pudo hacer el duelo de su nacimiento, es decir, permítele nacer otra vez como  sujeto autónomo o al menos diferente y ni siquiera permitió que su palabra fuera  relativizada por un tercero (general mente el padre).

Y el retorno a esa confusión primitiva pueda ser vivido en el horror, como el peligro  permanente de una intrusión despersonalizarte o tratar de invertirse ocupado el papel del  mismo primordial que constituye la realidad; pero puede también ser objeto de un anhelo  de retorno al narcicismo sin falla de la pareja especular. Y finalmente es posible escindir la  figura materna (que puede estar representada por el padre real) en un imagen  persecutoria y otra que nos ofrece la plenitud; por ejemplo en la esfinge y Yocasta, el  dragón y la princesa.

Sin duda, no tendría interés esta breve incursión en un terreno tan conocido hoy de la  patología individual, si no fuera porque todo amor normal (pedimos perdón por esta  fórmula contradictoria) no estuviera continuamente amenazado por esta tendencia y, sobre todo, porque en las formaciones colectivas suelen predominar abiertamente sin que nadie las note.

En un estudio titulado Miseria de La Cultura Argentina, Martin Eisen dice: «con esa  sensibilidad para la diferencia que caracteriza las dictaduras, el gobierno infiltrado todas las zonas de desacuerdo posible y gracias a un bombardeo ideológico intensivo parece querer  ocupar todos los lugares, institucionales o no. La trama de los lazos entre la sociedad civil y  el estado tiende a apretarse, haciendo desaparecer todas las disensiones. La dictadura  tiene su idea: la simbiosis”[****]

Que un gobierno terrorista que no puede hacerse ilusiones sobre la opinión que le merece a la inmensa mayoría de la población, ni sobre los intereses de clase y de casta que representa en el poder, se proponga semejante ideal, es algo sin duda grotesco, pero hay  que saber que todo gobierno que selo proponga, cualquiera que sea el grado de  entusiasmo que despierte en las masas y precisamente en la medida en que se proponga,  conduce al terror. Existe hoy, desde luego, formas mucho menos burdas de intimidación,  pero que parten también a su modo de la formula siniestra según la cual « el que no está  conmigo está contra mí”.

Son las hermenéuticas reductoras que no pueden tolerar interpelan directamente al emisor: «¿a nombre de quien habla usted, de que intereses, con qué intenciones?  ¡Identifíquese porque si no, nosotros lo desenmascaramos!”. Y más que el enemigo  declarado que entra en su propia lógica, les molesta un discurso que no declare los signos  de su pertenencia, que no presente un léxico marcado, sembrado de contraseña, una jerga  reconocible. Porque ese es el discurso que puede amenazar su monopolio del sentido,  introducir la polisemia, la interrogación y la relativización en la terminología más  consagradas, en los mojones inconmovibles del idiolecto.

Toda ideología investida como discurso primordial que contiene en el principio respuesta  para todo, no puede ser cuestionada porque ello generaría una verdadera crisis de identidad en sus adherentes y estos prefieren concebir la palabra que los interroga como  una simple mascara de tras de la cual se oculta el rostro verdadero de intereses e intenciones inconfesables. La fuerza y la peligrosidad de esta posición procede de que en  alguna medida está en todos nosotros, de que todos tenemos la añoranza de una unidad  perdida y hacemos nuestra oferta de idealización a una palabra que nos designe al fin el  sentido del mundo y nuestra situación en él.

Si resulta tan difícil combatir la explotación, la dominación y la escandalosa desigualdad,  ello se debe desde luego, por una parte, a la resistencia de los explotadores y a su poderío  económico, y militar; pero también, por otra parte a la dificultad de construir un espacio  social y legal (ya que la ley no es superable y el sueño de superarla es una regresión  infantil) en el que puede a firmarse la diferencia y la controversia y producirse un acuerdo  real, es decir relativo, revisable modificable, en lugar de buscar una comunión de las  almas. Reconocer que nunca se podrá escapar del todo a las peripecias de la idealización es ya una manera de evitar la tentación trágica de tratar de encarnala en la realidad.

En nuestra época estamos vendo que es tan poderosa la tendencia a producir un grupo  madre y la oferta de idealización a quien pretenda o parezca encarnarlo, no solo las  religiones y los movimientos políticos, sino también las sociedades psicoanalíticas y las  tendencias teóricas, mas lucidas y más productivas tienden a convertirse en partidos  totalitarios y comienzan a secretar, con la misma naturalidad con la que el hígado secreta  bilis, sus ortodoxos y sus herejes.

En las relaciones personales la única manera de conseguir una relativa continuidad afectiva consiste en reconocer que el anhelo de ser uno y el anhelo de mutua transparencia- siempre presenta en el deseo y el amor- es afortunadamente inefectuable, ya que nadie pueda ser uno ni siquiera consigo mismo, ni transparente para sí mismo.

Notas

** Citado por Pierre Legendre en pouoirs No. 11. Pag.11.

*** Ver: Janine Chasseguet- Smirgel Algunas Reflexiones sobre la ideología, en Pouoirs, No. 11.pag. 39.

**** Les tempos Modernes. Julio- Agosto 1981. Pág. 233.

 

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