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1982, de “perros” y “tiras”: la jauría de los bien

Acaso todos mis pasos me reconociesen ¿Podría explicarlos?
Decir: son míos estos pasos aunque a todos no los nombre,
¿Puede un hombre, que no un dios, volver sobre sus pasos andando siempre en línea recta?
A Dios se le encuentra cuando se extravía
y es siempre imposible negarlo en las palabras.
¿Cuántos pasos de hombre son necesarios para negar a Dios?
Es importante aprender a andar por los aires,
para dejar huellas indelebles,
el cifrador siempre andará detrás de nuestras culpas…
Hay quienes dicen de las aves,
son engendros del deseo pervertido de los primeros hombres
por poner a volar sus pasos,
dicen están allí para que perviertan la rastrera lejanía del camino.

Me salvó el río. Huido cual conejo estuve desde su punto de tiro a treinta metros lineales. Polígono perfecto y sin pierde para dos 38 o nueve milímetros bien entrenados.  La explicación es simple: no me querían matar, me atraparían y cual diversión de fin de semana seguro me desollarían, destriparían mis miembros o desfigurarían mi rostro, mientras sacaban información de quienes se perfilaban como cuadros importantes del M-19 en Tuluá.

En la villa de Céspedes sonaban en archivos del F-2 apellidos como Bejarano, Guerrero, Ospina Iván Marino… Eran personas mucho mayores que yo, 10 años o tal vez más, con las que apenas tuve el trato en un par de saludos cruzados de reuniones públicas, pero por causas del albur tenía la fortuna de vivir cerca del hogar paterno de uno u otro, la avenida Cali de Tuluá. Seguro los distinguía de vista y eran amigos juveniles de algunos de mis familiares mayores, hermanos y primos.

Todo pasó por mi cabeza muy rápido mientras me escabullía por las piedras dejando después de la zambullida en el río, un reguero que caía de mi chompa, jean y mis tenis embarrándose a cada tranco al hendirse en la arena. Seguro pesaban un par de kilos cada uno, debía lucir desde su punto de vista torpe cual un Aldrin desafortunado en ese paisaje semi lunar formado por la arena del río Tuluá, tratando de dar un tranco después de otro en una cámara lenta que solo esperaba el plomo certero…

Cuando me volteé de soslayo los pude ver perfectamente, pude identificarlos de antes: ahí y solo ahí me di cuenta que eran asistentes asiduos a las protestas, locuaces y conversadores, se infiltraban en las marchas y hasta hacían arengas con nosotros…  ahora lo sé, les decíamos ‘tiras’ o ‘perros’, inteligencia militar B-2 o de policía F-2.

Me miraban desde la otra orilla tenían sus armas afuera. Uno de ellos por lo menos, es posible que pensara en usarla para herirme o matarme, o asustarme… ¡No lo sé! Claro y por supuesto lograron lo último. Me escabullí por la playa empedrada y gané las zarzas que rodeaban mi casa paterna localizada a las a las afueras del pueblo.

Andaban en carro, los puentes que cruzaban el río para alcanzarme estaban  suficientemente distanciados. Me dieron tiempo, tuve que estar como animal asustado debajo de un chiminango niño de apenas dos metros por más de tres horas, a solo ciento cincuenta metros de mi plato de frijoles vespertinos, viendo pasar incontables veces al ‘Land Rover’ blanco. Lo vi estacionarse por minutos en la vereda cerca a la casa, atisbar hacia donde yo estaba. Imaginé que de un momento a otro me echarían a golpes en su vehículo, incluso vi a uno de ellos pasar en moto y preguntar en mi casa. Lo confirmaría después.

Ya oscuro debí arrastrarme hacia el patio, reptar hasta mi cama. No dormí tranquilo esa noche, sabía que al buen estilo de Chile o Argentina, eran los ochenta y no era raro que tiraran la puerta a patadas y me llevasen a rastras. Era el guion estudiado y formado en el “Plan Cóndor de la Escuela para las Américas”, parte del rico vademécum contra insurgente donde la tortura, la desaparición, el engaño y la muerte se hacían herramientas de la inteligencia, de la alta milicia de naciones en el centro y sur América, al mejor estilo ‘green go’.

Era la respuesta, el tratamiento a los pensamientos contrarios al estatus quo: éramos izquierda, debíamos ser extirpados como un tumor o pústula de acné. Había pasado con varios compañeros de colegio de apenas 13 a 17 años, de los que nunca supimos más después del rumor. El mismo que denunciaba un Land Rover blanco o una camioneta azul rey; Carontes persistentes que alcanzaban otra moneda distante y no exigida a sus viajantes, una moneda no pagada al momento, sino cobrada en los clubes o en la trastienda de directorios políticos o las comisarías de policía, sucursales de la derecha sembrados en cada uno de los pueblos.

El flujo de dólares ha acompañado siempre la siembra de muertos, una clase boyante surge en Colombia siempre del hacer añicos los miembros y órganos de los que nos atrevemos a pensar, a decir una palabra contraria al oro de los  trust  locales. Esa clase caníbal y vampira habita en los mejores barrios, goza del prestigio local y de cuando en vez es condecorada en los recintos de clubes, Concejos municipales o en el mismo Congreso de la República, cual afortunados baluartes que han aportado al sostenimiento del aparato mezquino de esta patria de sátrapas.

Enclaustrado, paralizado en un miedo para mi hasta el momento indescriptible, de seguro exagerado, pero igual o más intenso al otro día del asunto aquel con los ‘tiras’, permanecí en mi casa. Ya en la tarde recibiría la inusual visita de un profesor compañero de mi hermana, con el que nunca había tenido trato, pero distinguía de vista. El tipo con voz baja y visiblemente afectado, me dijo, más bien me notificó pidiéndome el secreto, que yo figuraba en una lista de activistas políticos a desaparecer como fuera. Era urgente buscarse la forma de abandonar pronto Tuluá. Era la primera vez que debía salir huyendo a un actor invisible pero tan cierto como los muertos que habíamos enterrado y estábamos por enterrar.

Organizaciones como ASFADES: Asociación de familiares de Detenidos – Desaparecidos, o el colectivo 82’ de Bogotá, han compilado un repertorio en extenso sobre los militantes de la JUCO, sindicalistas, maestros, ecologistas, animalistas, estudiantes caídos en esta época. Gentes de paz que por la fuerza del amor por el otro y un mundo mejor, con más armas que su talento, una actitud positiva y un deseo inmenso de construir sus sueños, hemos buscado a nuestro humilde parecer, cuáles son las ideas más dignas para lograr esos principios de resarcimiento, distribución de la riqueza y la vocación digna y certera de la tierra.

Hemos chocado con el dólar que es la razón unívoca del capital para encontrar tan desafortunadas como criminales las ideas contrarias a arrumar los fajos de esta moneda. No importa entonces el ambiente, la distribución de la riqueza, los talentos humanos, la fuerza del trabajo propio y la cultura laboral ancestral que hila nuestras comunidades. Importan los trust y las transnacionales que arrasan todo, importan solo las macro cifras y los índices macroeconómicos.

Todos los que estamos en medio prescindimos, estorbamos, somos antípodas del desarrollo que estos proponen. No importa la muerte o la destrucción absoluta solo y porque cuando ya nada exista hace rato estarán tan lejos como en Miami, Suiza o cualquier paraíso fiscal del mundo disfrutando de sus fortunas … como que siempre han dirigido sus jaurías de áulicos y bandidos burócratas, sus testaferros políticos y bufetes de abogados desde muy lejos y no desde nuestro suelo colombiano. Apátridas y sátrapas que solo velan por su fortuna y la de los suyos. Nuestra riqueza es la de ellos y no la compartirán ¡jamás!

Hemos hecho y seguiremos haciendo, no me queda la menor duda, la diferencia entre la vida y la muerte, aún perdiendo nuestras vidas. Me queda absolutamente claro por lo jugado en mi pellejo, como que provengo de abajo, la diferencia entre una política de la vida y otra, la de la muerte … ¡¿A usted no? 

Harold Hernán Marín Fernández
Miembro de la junta directiva del SUTEV-Restrepo. Docente de aula en la Institución Educativa Jorge Eliécer Gaitán, Restrepo Valle del Cauca. Comunicador Social y Periodista (UNIVALLE - 1997) Magister en Educación con Énfasis en Lenguaje (UNIVALLE - 2019).
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