En una columna que escribí el pasado 25 de septiembre de 2020 titulada Colombia: Un cementerio donde se sepulta a la juventud[i], referida al asesinato de jóvenes en el marco de la protesta social del 9 y 10 de septiembre de ese año, señalaba que parte de la sociedad colombiana aplaude con entusiasmo y hasta con un aire de victoria el asesinato de jóvenes y niños en el país, justificando aquellos actos bárbaros con el hecho de que castigarlos y ejecutar un acto “ejemplar” para disuadir a otros, evitará la no repetición de conductas punibles en la concepción de sociedad que el modelo ha instaurado.
De esta manera, se viene justificando la crueldad en contra de los hijos del pueblo, esa juventud de barriada, esos que caminan por las calles del barrio queriendo pertenecer a algo mientras el microtráfico los acecha, esos que se reúnen en la cancha de microfútbol a hablar de los amores, de la vida y de sus “vueltas”, esos que van a la escuela pública muchas veces para distraer la mente de su tragedia familiar.
Bien lo retratan Ana y Jaime en su canción ochentera “Décimo grado”: el colegio es ese lugar de socialización, el escenario en donde los hijos de la clase trabajadora construyen su identidad, al salir muchos no encuentran empleo fácilmente, otros son consumidos por la selva de cemento y su maquinaria de hacer billetes, muchos caen en las garras de la delincuencia y el vicio. Una minoría ingresa a la educación superior esperando cambiar el mundo o por lo menos su realidad inmediata.
Pero el común denominador es que la vida para la niñez y juventud hija de las clases populares pareciera ser una carrera de obstáculos o, más bien, un juego metafórico comparable a la exitosa serie surcoreana de la plataforma Netflix “el juego del Calamar”, en donde una multitud de “jugadores” caracterizados por ser personas endeudadas, sin futuro y sin nada más que perder que su propia vida, aceptan convivir en una isla en donde deben soportar diversas pruebas, arriesgando su vida para que un solo sobreviviente se lleve el premio mayor, representado en millones de wones (moneda surcoreana), los administradores del juego son “la élite”, un grupo de magnates que apuestan en cada juego con la vida o muerte de los participantes.
La comparación pareciera ser absurda, pero es una metáfora sobre la relatividad del valor de la vida o la muerte en una sociedad carcomida por el necrocapital. Nuestros niños y jóvenes nacen con unas condiciones de desventaja inimaginables con respecto a los hijos de las clases poderosas, la alimentación, la educación, sus problemas familiares, la falta de oportunidades los hacen inmensamente vulnerables.
Es tanta la pobreza y la crisis de la familia que muchos caen en la delincuencia no por gusto sino por necesidad, otros deciden protestar rabiosamente contra un sistema excluyente, saben en el fondo que hay unos “administradores del juego”, una élite, para la cual sus vidas poco valen y vienen tomando conciencia de que deben organizarse para tomar así sea a la fuerza lo suficiente para sobrevivir.
Sus acciones legales o no, son un grito de auxilio en la oscuridad, pero la respuesta de una parte de la sociedad es exigir el escarmiento, la violencia estatal, el castigo y cuando esto sucede el circulo vicioso de la muerte hace su trabajo. Ya ha sucedido en otras épocas y el resultado ha sido devastador.
Buscar mejorar la sociedad acabando con los pobres y no con la pobreza es una muestra de degradación insuperable en un país como el nuestro, en donde el conflicto armado y la masacre continua debe haber pervertido muchas mentes que ven el asesinato como algo normal, con unas instituciones debilitadas y corroídas por la corrupción en todas sus formas. Es un camino peligroso, es continuar con la deshumanización, es permitir que los señores de la muerte que aprovechan la ausencia de Estado hagan justicia por su propia mano y reduzcan la crisis socio – económica y los problemas derivados de la falta de una política social dirigida a la infancia y la juventud a la eliminación física de las personas.
El acto bárbaro en el que 2 niños de nacionalidad venezolana son capturados por comerciantes en el municipio de Tibú, en Norte de Santander, y luego en confusos hechos aparecen asesinados tirados al lado de un camino rural es primitivo, es simplemente salvaje.
¿Los asesinaron por ser niños venezolanos?, ¿los asesinaron por ser niños delincuentes?, ¿qué mensaje quieren dejar quienes cometen estos actos bárbaros?, ¿así se eliminará la delincuencia y la pobreza del país?, ¿hacia dónde va una sociedad como la colombiana con estos hechos macabros? ¿acaso la vida y la muerte para esos colombianos que aplauden estos actos se convirtió en un juego?
[i] https://www.las2orillas.co/colombia-un-cementerio-donde-se-sepulta-a-la-juventud/