No es nuevo, pero sigue incomodando. Viene repitiéndose como una especie de rezo que los proyectos de formación de las instituciones educativas deben considerarse a partir de las necesidades del mercado, aún cuando el siglo XXI ya alcanzó la mayoría de edad. Y uno que creía que ya, a estas alturas, debía haber quedado claro que no es la lógica de mercado la que debía imponer los caminos de la formación.
Sí, seguramente se preguntará quien lee, que por qué vuelvo sobre este tema, y lo cierto, es que revuelvo el fondo porque el rezo puja por convertirse en verdad absoluta.
¿Qué, y cómo hacer para que se entienda lo contrario? Es muy, muy complejo. Pensábamos que ya se había hecho todo lo necesario para que, como sociedades, comprendiéramos que no es esa la vía. Esto no quiere decir que se haya logrado, porque, por supuesto, hay quienes están convencidos de lo uno y de lo otro, y en función de eso, hacen avanzar sus respectivas agendas.
Por lo pronto, queda, no bajar los brazos, y continuar en los esfuerzos para ayudar a comprender a quienes piensan lo contrario, que no es el mercado quien debe dictar los ritmos de la vida, que no es este quien debe moderar y regular los esfuerzos, los tinos, las decisiones, los proyectos, los tiempos, los recursos, y todo lo que fuere necesario para avanzar en los horizontes de formación de las nuevas generaciones.
Sería iluso, tonto y hasta ridículo sacar de la ecuación al mercado, pero, tanto como eso es creer y avanzar con gríngolas consolidando y fortaleciendo cada día más, las posibilidades estructurales y estructurantes de esa lógica de mercado que permea todos los espacios y rincones de nuestras sociedades, de nuestras instituciones, de nuestras casas, y sí, de nuestras mismas pasiones.
Quisiéramos creer que formar es un itinerario que se acerca más a las experiencias de vida, a los sueños y anhelos de la gente, a las cotidianidades comunitarias, y, claro está, a las imperiosas necesidades de transformación de nuestras sociedades. Esto es totalmente distinto a vivir de forma genuflexa ante las necesidades del mercado, que tritura cual papel inservible todo aquello que no considera útil. Porque así funciona, es una trituradora de mentes, corazones, manos y vidas.
¿Ha escuchado usted cosas como que no se sugiere la contratación de una dama con hijos
pequeños, porque eso podría representar días de permiso dado que los niños se enferman? A veces, es hasta curioso, porque quien sostiene semejante tesis también tiene hijos, y si no son pequeños para el momento, en algún momento lo fueron.
Adalides de esta lógica apuntarán a romanticismos modernos para pregonar una noción nebulosa de ‘omnipotencia’ del pragmatismo del mercado, pero este no es ley que replica. Decía Gandhi: «en materia de conciencia, la ley de la mayoría no tiene vigencia». Pensar en el mercado es puntual y necesario para enfilar baterías y focalizar ciertos esfuerzos, pero no puede ser la premisa que incline los derroteros de los horizontes de formación, bien sea, como noción del Estado, como noción institucional, y mucho menos como noción social.