Durante días, imaginé aquel encuentro con entusiasmo: abrazos cariñosos y una efusiva charla en la que compartiríamos narrativas de las experiencias de vida de nuestros parientes y amigos en común, mientras las preguntas fluían de manera natural. Todo aquello eran solo imágenes en las que fantaseaba con mucho anhelo. Sin embargo, cuando finalmente nos vimos cara a cara, fue un momento efímero y frío. Con un saludo más o menos murmurado, continuó su camino sin mirar atrás, incluso cuando intenté captar su atención con mi voz temblorosa e indecisa.
Cada uno de sus pasos desvanecía mi entusiasmo y hacía olvidar el propósito de aquel encuentro. Mi corazón se aceleraba, debatiéndome si seguir persiguiendo su atención o no. Con voz baja y quebrantada, solicité que me atendiera, dio media vuelta, tomó mi celular y habló animadamente con su querida prima y amiga. Su rostro cambió al instante, mostrando una sonrisa seguida de una carcajada. Mientras tanto, yo quedé en un sofá, sintiéndome relegada.
Después de ese momento, su rostro volvió a ser serio, sin mostrar ninguna muestra de afecto. Su cordialidad y esmero fueron limitados, manteniendo una mirada fija e imponente. No parecía interesado en profundizar en el tema ni en avivar esperanzas. Su desinterés y trivialidad eran evidentes; solo quería poner fin a la situación y no comprometerse con nada.
Así transcurrió todo, fugaz y frío como una estrella en las noches decembrinas. La ilusión que había construido previamente se desvaneció en un encuentro que no cumplió mis expectativas, dejándome una sensación de desilusión y desencanto.