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José Carlos Mariátegui: «el artista y la época»

El Artista y la época*

I

EL artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que esta sociedad o esta  civilización, no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la  fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte  que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus  peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco  sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados.

El éxito de un pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un  negocio. Su pintura necesita uno o varios empresarios que la administren diestra y  sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para  el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer  fortuna. Modestamente se contenta de que se le permita hacer su obra. No ambiciona sino  realizar su personalidad. Pero también esta lícita ambición se siente contrariada. El artista  debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.

De este trato injusto se venga el artista detractando genéricamente a la burguesía. En  oposición a su escualidez, o por una limitación de su fantasía, el artista se representa al  burgués invariablemente gordo, sensual, porcino. En la grasa real o imaginaria de este ser,  el artista busca los rabiosos aguijones de sus sátiras y sus ironías. Entre los descontentos  del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato, no son los más activos y ostensibles:  pero sí, íntimamente, los más acérrimos y enconados. El obrero siente explotado su  trabajo.

El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria y  a la felicidad. La injusticia que sufre le parece triple, cuádruple, múltiple. Su protesta es  proporcionada a su vanidad generalmente desmesurada, a su orgullo casi siempre  exorbitante.

II

Pero, en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones, o en sus consecuencias, una  protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos,  escéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere  adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostalgia  del pasado. Descalifica a la burguesía para reivindicar a la aristocracia. Reniega de los  mitos de la democracia para aceptar los mitos de la feudalidad.

Piensa que el artista de la Edad Media, del Renacimiento, etc., encontraba en la clase  dominante de entonces una clase más inteligente, más comprensiva, más generosa. Confronta el tipo del Papa, del cardenal o del príncipe con el tipo del nuevo rico. De esta  comparación, el nuevo rico sale, naturalmente, muy mal parado. El artista arriba, así, a la  conclusión de que los tiempos de la aristocracia y de la Iglesia eran mejores que estos  tiempos de la Democracia y la Burguesía.

III

¿Los artistas de la sociedad feudal eran, realmente, más libres y más felices que los  artistas de la sociedad capitalista? Revisemos las razones de los fautores de esta tesis.

Primera. La elite** de la sociedad aristocrática tenía más educación artística y más aptitud estética que la elite de la sociedad burguesa. Su función, sus hábitos, sus gustos, la  acercaban mucho más al arte. Los Papas y los príncipes se complacían en rodearse de  pintores, escultores y literatos. En su tertulia se escuchaban elegantes discursos sobre el  arte y las letras.

La creación artística constituía uno de los fundamentales fines humanos, en la teoría y en  la práctica de la época. Ante un cuadro de Rafael, un señor del Renacimiento no se  comportaba como un burgués de nuestros días, ante una estatua de Archipenko o un  cuadro de Franz Marc. La elite aristocrática se componía de finos gustadores y amadores  del arte y las letras. La elite burguesa se compone de banqueros, de industriares, de  técnicos. La actividad práctica excluye de la vida de esta gente toda actividad estética.

Segunda. La crítica no era, en ese tiempo, como en el nuestro, una profesión o un oficio.  La ejercía digna y eruditamente la propia clase dominante. El señor feudal que contrataba  al Tiziano sabía muy bien, por sí mismo, lo que valía el Tiziano. Entre el arte y sus  compradores o mecenas no había intermediarios, no había corredores.

Tercera. No existía, sobre todo, la prensa. El plinto de la fama de un artista era,  exclusivamente, grande o modesto, su propia obra. No se asentaba, como ahora, sobre un  bloque de papel impreso. Las rotativas no fallaban sobre el mérito de un cuadro, de una  estatua o de un poema.

IV

La prensa es particularmente acusada. La mayoría de los artistas se siente contrastada y  oprimida por su poder. Un romántico, Teófilo Gauthier, escribía hace muchos años: «Los  periódicos son especies de corredores que se interponen entre los artistas y el público. La  lectura de los periódicos impide que haya verdaderos sabios y verdaderos artistas». Todos  los románticos de nuestros días suscriben, sin reservas y sin atenuaciones, este juicio. Sobre la suerte de los artistas contemporáneos pesa, excesivamente, la dictadura de la  prensa. Los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un artista mediocre y pueden  relegar al último a un artista altísimo.

La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbitrariamente. Consagra todos los éxitos mundanos. Inciensa todas las reputaciones oficiales. Tiene siempre muy en cuenta el gusto de su alta clientela. Pero la prensa no es sino uno de los instrumentos de la industria de la  celebridad. La prensa no es responsable sino de ejecutar lo que los grandes intereses de  esta industria decretan. Los managers*** del arte y de la literatura tienen en sus manos  todos los resortes de la fama. En una época en que la celebridad es una cuestión de  réclame, una cuestión de propaganda, no se puede pretender, además, que sea equitativa  e imparcialmente concedida.

La publicidad, el réclame, en general, son en nuestro tiempo omnipotentes. La fortuna de  un artista depende, por consiguiente, muchas veces, sólo de un buen empresario. Los  comerciantes en libros y los comerciantes en cuadros y estatuas deciden el destino de la  mayoría de los artistas. Se lanza a un artista más o menos por los mismos medios que un  producto o un negocio cualquiera. Y este sistema que, de un lado, otorga renombre y  bienestar a un Beltrán Masses, de otro lado condena a la miseria y al suicidio a un  Modigliani. El barrio de Montmartre y el barrio de Montparnasse conocen en París muchas de estas historias.

V

La civilización capitalista ha sido definida como la civilización de la Potencia. Es natural por  tanto que no esté organizada, espiritual y materialmente, para la actividad estética sino  para la actividad práctica. Los hombres representativos de esta civilización son sus Hugo  Stinnes y sus Pierpont Morgan. Mas estas cosas de la realidad presente no deben ser  constatadas por el artista moderno con romántica nostalgia de la realidad pretérita. La  posición justa, en este tema, es la de Oscar Wilde quien, en su ensayo sobre El alma  humana bajo el socialismo, en la liberación del trabajo veía la liberación del arte.

La imagen de una aristocracia próvida y magnífica con los artistas constituye un miraje,  una ilusión. No es cierto absolutamente que la sociedad aristocrática fuese una sociedad de  dulces mecenas. Basta recordar la vida atormentada de tantas nobles figuras del arte  de ese tiempo. Tampoco es verdad que el mérito de los grandes artistas fuese entonces  reconocido y recompensado mucho mejor que ahora. También entonces prosperaron  exorbitantemente artistas ramplones. (Ejemplo: el mediocrísimo Cavalier d’Arpino gozó de  honores y favores que su tiempo rehusó o escatimó a Caravaggio).

El arte depende hoy del dinero; pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un  cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo que la otra.

Notas

* Publicado en Mundial: Lima, 14 de Octubre de 1925.

** Elite es para unos escritores «aristocracia»; para otros, «clase dirigente». Sobre su significación social y espiritual, véase el penetrante ensayo de José Carlos Mariátegui titulado El problema de las elites: en El Alma Matinal y Otras Estaciones del Hombre de Hoy.

*** Empresarios.

La Hojarasca
Seccion editorial La Hojarasca
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