«La Colombia herida»*
Pido la palabra a quien quiera escuchar, para alzar mi voz en medio de tanto miedo, miedo que llevo tatuado aquí en mi cuerpo, miedo a ser olvidada y olvidar. Eres como el viento que viene y que va, llevas un dolor profundo en tu vivir, soy tu vientre, soy tu arrullo, soy tu abrigo, tu primer latido, yo soy tu raíz… Vuelve a jugar con la lluvia, vuelve, para tejer conmigo un puente, un puente de esperanza**
Colombia ha vivido una guerra por cerca de 60 años de la que está en el camino de salida, pero que, a pesar del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, se niega a ser parte del pasado. Las víctimas del país y el propio trabajo de la Comisión reivindican el derecho a la verdad en su apuesta por la paz. Durante estas décadas se han acumulado hechos de violencia, estados de sitio, torturas, secuestros y masacres que inundaron de sangre los campos y la conciencia colectiva. Todo ello conforma una historia fragmentada que buena parte de la sociedad ha vivido como si fuera de otros, o en la que el otro se convirtió en un enemigo para eliminar, no en un adversario con el cual dialogar o negociar.
Las muchas formas en que esta eliminación del otro tomó el espacio de la política y de la vida campesina, de la organización comunitaria o del futuro para las nuevas generaciones han supuesto históricamente un trauma colectivo que acumula capas de experiencia, dolor y resistencias; el trauma colectivo de la guerra y sus consecuencias con carácter repetitivo y acumulativo, que genera una afectación transmitida entre generaciones, a través de memorias y silencios de lo sucedido, hasta constituir la identidad de un país que trata en varios momentos de construir una paz que se quedó hasta ahora en procesos fragmentados y nuevos ciclos de violencia.
Esta dimensión de catástrofe social, en la que muchas veces los vecinos o incluso familiares han sido vistos como opositores o enemigos, no se ha integrado en una visión de país compartida. En las últimas décadas, mientras la guerra se agudizó, la desprotección de millones de personas aumentó, la desigualdad, la exclusión y la discriminación se convirtieron cada vez más en un abismo, pero buena parte de la sociedad y la economía del país siguieron adelante como si nada pasara. Más aún, el mantenimiento de la guerra y su impacto social naturalizaron el uso de la violencia en las relaciones interpersonales de la vida cotidiana. Se amplió la brecha que separa las fuerzas políticas y sus seguidores, y una realidad rica en matices y colores –como la colombiana– se convirtió en una caricatura de sí misma al revestirla de una visión dualista de buenos y malos, de amigos y enemigos.
El sufrimiento emocional, la rabia por el atentado o la tortura, la vergüenza por la violencia sexual o la tristeza profunda, que incluso ha llevado a ideas suicidas y al uso de sustancias psicoactivas para tratar de olvidar son capítulos de una historia ya vivida. La rabia y el enojo social, la naturalización de la violencia o la desconfianza. El impacto no solo en los hechos, sino también en las creencias y en la cultura que penetró en la forma de ser y reaccionar de buena parte de la población.
Las divisiones políticas y las actitudes ante la violencia han llevado a la sociedad a una visión dualista, en lugar de una Colombia incluyente. El país cuenta con una enorme riqueza de prácticas de resistencia, de movimientos sociales, campesinos, étnicos y de derechos humanos y con la pujanza de sus gentes, pero la población civil ha sido la mayor víctima de la guerra que ha debilitado la capacidad de la sociedad colombiana para hacer frente a la exclusión y a la guerra.
El impacto de esta herida es parte de lo que se necesita cicatrizar, pero también ha sido un factor de persistencia, pese a la habilidad de resistir de la gente. Muchas familias y omunidades han vivido durante décadas en medio del miedo: a hablar, a sufrir más violencia por denunciar, al señalamiento como guerrilleros o a la criminalización, a no tener respuestas sociales o del Estado, a ser señalados como «sapos» o «colaboradores».
El negacionismo de la violencia ejercida ha hecho que esta se mantenga. Colombia ha construido memorias defensivas en las que las personas tienden a valorar o reconocer las violaciones de derechos humanos del grupo con el que se identifican y no de los que consideran contrarios, del otro lado, opositores. El nivel de terror vivido en la guerra fue posible por la deshumanización, las víctimas fueron convertidas en objeto de desprecio.
Las acciones de sevicia y crueldad indiscriminadas o selectivas contra la población civil, que se dieron desde la época de La Violencia y se agudizaron en el conflicto armado, han tenido un objetivo instrumental de eliminar al otro, pero también simbólico, al paralizar las actividades y movimientos colectivos. A ellas cabría añadir una de especial alcance: la desconexión moral respecto a las víctimas que se consideran y se perciben como ajenas; la falta de empatía con ese dolor es parte de lo que Colombia necesita transformar, como una energía para la construcción de la paz.
Muchos de estos impactos, aunque a veces denunciados, han sido invisibilizados como hechos silentes y alimentan la guerra. Dada su reiteración, aumenta la insensibilidad por el sufrimiento ajeno. En contextos de arraigada y prolongada violencia colectiva como en Colombia, el desapego emocional y la desensibilización son consecuencias psicológicas que a todos nos afectan. Miles de niños, niñas y adolescentes han resultado huérfanos por la guerra, han sido testigos de hechos atroces o han vivido ataques a su propia cotidianidad en sus comunidades, en la escuela, atentados contra sus maestros o la pérdida de posibilidades de educación.
También han sido involucrados en la guerra por las diferentes partes y reclutados por grupos armados ilegales. Se estima que entre 26.900 y 35.641 niños, niñas y adolescentes fueron reclutados en el periodo 1986-2017. Han tenido que enfrentar el impacto emocional y en su propio desarrollo de socializarse en la guerra, sin familiares ni vínculos afectivos determinantes para la construcción de su personalidad, o se han visto violentados por la desprotección del Estado. La falta de futuro es un impacto dramático y, a la vez, invisible en esa niñez afectada por la guerra.
Desde hace décadas, la sociedad civil se ha movilizado para lograr la paz y superar las condiciones de exclusión social y violencia. Esos esfuerzos han pasado por la participación en movimientos sociales, la lucha por la tierra del movimiento campesino, los reclamos de comunidades afrodescendientes e indígenas por su cultura y territorio, la lucha de las mujeres por una salida política al conflicto, la papeleta por la paz de los jóvenes repartida por las calles o impresa en periódicos para votar pidiendo una nueva constitución en 1990.
Muchos miembros del aparato del Estado han defendido a la población, periodistas y funcionarios han llevado a cabo investigaciones de casos graves de violaciones de derechos humanos y del DIH, aun a costa de sus vidas. Sin embargo, la paz ha sido esquiva, y cada nuevo ciclo de la guerra ha distanciado las expectativas por tomarla entre las manos. La impunidad frente a tantos hechos atroces que se mantiene en el tiempo también causa impacto, no solo en las víctimas del conflicto armado, sino, además, en las representaciones y actitudes sociales de la ciudadanía frente al poder y en la pérdida del sentido de justicia. Este es apenas un boceto del tamaño de la herida.
* Hay futuro si hay verdad Informe Final (28 de junio de 2022). Hallazgos y recomendaciones de la Comisión de la Verdad de Colombia. Fragmento: «La Colombia herida». Pp 19-22. Bogotá. Descarga aquí esta parte del informe final de la CEV