A propósito del informe de la Comisión de la verdad que se ha venido entregando a la ciudadanía para su conocimiento, análisis y debida aplicación, desde el pasado 28 de junio; he tenido la gran oportunidad, no solo de avanzar en su lectura, sino también en la escucha de las declaraciones ante la JEP, y la visualización de algunos documentales y programas que abordan está problemática e inevitablemente ante la afirmación de tanta insensibilidad, tanta protervia, tanta saña en contra del propio pueblo por parte de los distintos grupos armados (legales e ilegales).
No pude evitar sentir dolor, frustración y cierta rabia; pero no una rabia momentánea producto del cortisol descontrolado en nuestro organismo, que puede desaparecer en cualquier instante, sino más bien una rabia duradera, controlada pero sedienta de justicia, “una digna rabia” me gusta llamarla; ya que nace de la dignidad y se proyecta en busca de la misma. ¿Digna rabia con los victimarios? Sí, en gran medida, pero también con la sociedad, por permitir que las situaciones llegarán a estos destinos, por elegir tan mal a sus gobernantes, por callar, por dejarse llenar de odio y venganza, por apoyar en alguno de los bandos violentos y justificar tantas muertes, violaciones y vejámenes.
Es allí donde empiezo a comprender más profundamente aquella frase célebre de Martin Luther King “no me estremece la maldad de los malos, sino la indiferencia de los buenos”; rabia conmigo misma por hacer parte de esta sociedad, por olvidar, por no querer averiguar, por dejar pasar ese principio de humanidad que tanta falta nos ha hecho en todo este tiempo, aquella misericordia de la que hablaba Tomas de Aquino cuando la definía
como “la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria de otro, sentimiento que nos obliga, en realidad, a socorrer, si podemos”.
Y es que siendo justos con la verdad, en nuestra sociedad nunca podemos, siempre hay una excusa, “es que no sabía”, “es que no era conmigo”, “es que eso era lejos”, es que tengo que trabajar”, “es que de eso no se habla”, “ellos sabrán lo que hacen” “es por nuestro bienestar”, “ese es su trabajo”… Y así vamos por la vida con miles y miles de justificaciones en busca de minimizar nuestra abstracción, nuestro negacionismo, nuestro desinterés, nuestra tendencia a normalizar.
Se por experiencia propia que algunas personas lo hacemos inconscientemente en muchas
ocasiones, y es que cuando se vive en un país como el nuestro, que aprendió a vivir entre la guerra, es común buscar dentro del poderoso cerebro que tenemos mundos de ensueño que nos alienen de la realidad, que nos permitan abstraernos y de alguna manera crear universos paralelos cómo los nombrados por Richard Bach (de mis escritores favoritos) en su libro Uno. Entonces lo anormal resulta siendo que alguien abra los ojos y se los intente abrir a los demás, que quiera sacarlos de ese espacio de comodidad, de su estado de confort; cómo ocurrió de alguna manera en la historia reciente de Colombia cuando bueno parte de la población abrió los ojos y se pronunció en las fatídicas manifestaciones del estallido social (de lo cual bien vale la pena hablar más adelante a profundidad).
Otro tanto de la población es consciente de todo cuanto sucede pero sencillamente ya no afloran las emociones, esto; como dicen por ahí “se volvió parte del paisaje”, muy probablemente debido a lo reiterativo de los macabros sucesos. De alguna manera considero, aprendieron a vivir entre la muerte y la desolación, sin sentir pena por ello, cómo autómatas se acostumbraron a ir por la vida desarrollando una suerte de adaptaciones Darwinistas, para poder sobrevivir en ambientes hostiles y adversos.
También obviamente están quienes a pesar de sentir dolor, asco, pena, también sienten el paralizante enemigo para cualquier cambio; “el miedo”, ese miedo que no les permite levantarse contra el status quo y, por alguna extraña razón, les hace creer merecedores de todo evento nefasto que sucede, agachando la cabeza ante las injusticias.
A su lado por supuesto está el opresor, aquel que se cree con derecho de pasar por encima del otro, por considerarse superior, los “narcisistas sociales”, que se catalogan así mismos como “gente de bien” y que consideran al 99 por ciento de la población, a los «otros»; cómo despectivamente suelen llamar, a quienes no caben en su pequeño círculo, por no cumplir con el lleno de sus expectativas, (generalmente de tipo económico); cómo merecedores de todas sus desgracias (eso les pasa por no nacer en una familia de bien), como si el derecho a la justicia se heredará genéticamente están indiscutiblemente las víctimas y sus familiares que en últimas terminan siendo víctimas también.
Pero en este maquiavélico juego de la guerra donde muchos insisten en poner buenos y malos, también aparecen los victimarios que en la gran mayoría de las ocasiones de una u otra manera han sido víctimas con anticipación, víctimas de un círculo vicioso de enfrentamientos, de venganzas, de hambre, de abandono, de una formación inescrupulosa y retrograda, víctimas de un Estado que no está, víctimas de siglos de violencia, desigualdad e injusticias.
Tampoco es mi pretensión, justificar los delitos y las atrocidades de quienes se han inscrito en la historia terrorífica de Colombia con sus actos belicosos; simplemente es la de reconocer humanos enfermos, dañados, faltos de afecto, de herramientas para la vida, de inteligencia emocional… De allí mi rabia, mi «digna rabia”, aquella emoción considerada por muchos como negativa que, a mi parecer no lo es tanto; pues cumple un papel vivificador, siendo ella la encargada de sacudirnos, de ver lo que con los ojos suavizantes del perdón y el olvido. La responsable de movernos y movilizarnos, la digna rabia; aquella que aparece como producto de sucesos injustos, aquella que nos invita a pensar más y mejor, a llegar a las profundidades del hades que habita en cada uno de nosotros para rescatar las almas, nuestras propias almas, cuál Morfeo con Euridice.
Es por tal razón que ejercicios como los realizados por la Comisión de la Verdad y las audiencias de la JEP, en la escucha profunda y atenta de las partes, permitiéndoles expresar con libertad su digna rabia para hacer catarsis, son tan necesarios en el conflicto y posconflicto, pues a través de ello es posible sanar, liberarse, limpiarse, recomponerse y encontrar la paz anhelada.
Nada más mezquino que querer ahogar, desaparecer, dirimir la rabia… ella es necesaria, es parte de vivir, de existir, y nadie tiene el derecho de elegir por el otro las emociones que “debería sentir”; solo quien los experimenta es el dueño de ellas, y aprender a gestionarlas es su trabajo y responsabilidad. Todos tenemos derecho a la digna rabia, sin distingos de edad, sexo o color de piel, a aquella digna rabia que tiene una finalidad, que se hace presente y no desaparece hasta lograr su objetivo transformador, la digna rabia que abre los ojos, dispone la mente, y prepara el camino de la digna paz.