El modelo ambiental del país se caracteriza por desarrollar un modelo capitalista en su fase neoliberal que se distingue por su componente extractivista y de latifundio.
De tal manera, un pueblo que tiene la posibilidad de ser la despensa de América Latina, hoy depende de la importación de la mayoría de los alimentos de la canasta familiar para alimentar a su población. Los cereales subsidiados en sus países de origen, sumado a los aranceles cada vez más bajos decretados por el gobierno colombiano, le cierran la puerta a la producción nacional. Esto se ve reflejado en las últimas cifras de pobreza y hambre de los colombianos, según el DANE y el Programa Mundial de Alimentos.
Por la misma línea, el extractivismo de minerales y petróleo se conjugan en las peores condiciones ambientales del país, todo con la complacencia del Estado que debería proteger nuestra riqueza en biodiversidad y que nos podría convertir en una potencia ambiental y de ecoturismo. La deforestación es dramática y la crisis ambiental ya es evidente en los cambios de clima, sequías, ciclos de lluvias y pérdidas de especies. Todo esto se suma a la presión por ampliar la frontera agrícola en las selvas para destinarla a la siembra de cultivos ilícitos.
Las entidades estatales, que deben proteger los intereses ambientales colectivos de la nación, están dirigidos y cooptados por tecnócratas que vienen de o van a las empresas que les solicitan las licencias; todo en detrimento de la calidad de vida de los colombianos y en beneficio de las multinacionales.
Ahora bien, La globalización es un proceso irreversible de la humanidad, la discusión es quién la dirige. Hoy es claro que la dirigen quienes son los dueños del capital. Como todos sabemos, el nivel de consumo excede los recursos finitos de nuestro planeta, ya que la necesidad de aumentar el capital, objetivo fundamental del modelo, no se detiene. Esto pone en peligro la existencia de la humanidad, para transitar hacia una globalización que detenga la depredación de la naturaleza.
No somos ajenos a la tierra, somos parte de ella y por años nos han vendido la idea del desarrollo de la mano del concreto. La experiencia nos indica que el camino es regresar a las relaciones armónicas con el entorno que nos remiten a las comunidades originarias, a los movimientos ambientalistas y las propuestas anticapitalistas. No hay acto más revolucionario que sembrar su propia comida y fomentar la propiedad colectiva, como lo hacen los resguardos indígenas o los territorios afro. Estos al ser comunitarios no se pueden vender, ni mucho menos heredar, rompiendo la lógica del capital.
Para concluir, una de las principales tareas del próximo gobierno es hacer posible la reforma agraria, un principio de las revoluciones burguesas liberales que en el país nunca llegaron a desarrollarse. La violencia en el país está atravesada por la tenencia de la tierra, al mejor estilo de acumulación por desposesión de Harvey, las masacres paramilitares están estrechamente relacionadas con los megaproyectos y el robo de tierras de los campesinos, éstas destinadas casi exclusivamente para la ganadería extensiva, eso hace que Colombia sea el paraíso de las vacas, las cuales cuentan con la relación espacio animal más generosa del mundo, con un promedio de una a tres cabezas de ganado por hectárea, contribuyendo a la deforestación, la crisis ambiental y la pobreza del campesinado.
Hoy más que nunca reivindicamos la máxima del iletrado revolucionario que cambiaría la historia de México, Emiliano Zapata, a quien se le atribuye haber repartido la mayor cantidad de tierras en la historia moderna. Su grito de guerra se escucha más fuerte que nunca: TIERRA Y LIBERTAD!!.