Todos alguna vez soñamos con vivir en uno de esos países de Cucaña, en esos remansos de paz que a veces encontramos en los libros, en las revistas de turismo o en los documentales de los logros alcanzados por algunos países de la mano de un líder altruista, advenedizo y visionario (de esos que pululan en las campañas políticas).
De alguna manera nos ilusionamos con vivir en esos paraísos terrenales y caminar tranquilos por sus calles respirando arte y cultura, viajando en los supersónicos Shinkansen nipones, quizá vivir en esas fantásticas casas inteligentes europeas, o estudiar en las universidades costeadas por el Estado en Eslovenia, Finlandia, Austria, Escocia, Islandia, Chipre, Turquía o Suecia.
Pero no. Vivimos en un país más que real; de esos que solo pueden aparecer en un libro de García Márquez, de Alvin Toffler, Aldous Huxley o en esas películas apocalípticas como 2012, El libro de Eli, La Isla, Virus, entre muchas otras. Habitamos el país más distópico del planeta, no por lo imposible y aberrante de quienes lo sueñan, sino por los sueños mismos.
Nos tocó vivir en un rincón con sueños obtusos. Fuimos arrastrados hasta aquí por gente que quiere que todos soñemos lo mismo que ellos sueñan: Un país donde todos somos maquiavélica y desequilibradamente “iguales” (es decir, unos más iguales que otros). Seguimos sufriendo el karma de haber nacido en un país de castas, donde la clase criolla dominante ha sido heredera de hacendados coloniales que se creían -y se creen- feudales y que para sostener su señorío hicieron alianzas con “nuevos ricos” que arrebataron tierras a los resguardos, a los campesinos sin título. Ellos justificaron su pujante colonización antioqueña valiéndose de la expansión de las fronteras agrarias desde mediados del siglo XIX, en los procesos de colonización espontánea del siglo XX y en el despojo y la guerra tan arraigados en nuestra historia patria.
No es fortuito que Colombia haya tenido más de 15 guerras civiles a lo largo del siglo XIX. ¡Y cada guerra nos trajo una nueva constitución, un nuevo sueño! Hemos tenido guerras tan imposibles de creer como la “guerra del pan” o la “guerra de los Supremos” en la que los conservadores no permitieron crear escuelas públicas en conventos. En total 15 guerras y conflictos armados en 212 años de vida republicana. No contemos entonces hacia el pasado.
Por otro lado, los enriquecidos han soñado construir un mundo fácil y suntuoso. Soñaron ser el rey Midas y se dedicaron a crear necesidades y sueños estériles para una juventud desencantada, saqueada, hacinada entre el desempleo, el analfabetismo, la migración y la tugurización de las ciudades. El narcotráfico prometió dinero fácil y rápido, construyó una estructura social cerrada que involucraba “capos, narcos, dealers, traquetos, mulas, lavaperros”. Todos con una estirpe por defender y una ilusión por alcanzar. Y una parte del país añorando vivir como ellos: islas de fantasía, festines, comidas, papel higiénico perfumado, caletas… Muchos se lanzaron a “probar suerte” para salir de la bascosidad que les había tocado y dejar bien a sus familias. A muchos se les reventaron los sueños en sus vientres.
Unos pocos se han atrevido a soñar utopías y mundos que repiquetean disonantes a oídos de una mayoría que se niega soñar, de una muchedumbre conformista y amedrentada de futuro. Muchos siguen esperando que otros les digan qué deben soñar. (“más empleo, menos impuestos”, “seguridad democrática”, por ejemplo)
Y somos el país que, estando dormido, adormilado, no sueña y cuando sueña, lo hace pensando en barbaridades absurdas: Un país que prefiere seguir pagando más de 170 peajes (propiedad de unas pocas familias y financiados con las pensiones de millones de colombianos) que encarecen el transporte de alimentos, a construir trenes que reducirían esos costes en al menos 39%. Un país que aún vive con euforia mesiánica la polarización política que aniquila las posibilidades de participación de las comunidades, con propuestas alternativas y acordes con las mismas necesidades de cada población. Un país que le cree más a los candidatos del oficialismo que por décadas se han ancorado en el poder y han favorecido el enriquecimiento de las mismas cinco familias, mientras el 56% de la población vive en pobreza y el 17% se mantiene en la pobreza extrema.
Somos el país aberrante e inadmisible que vota por la fracturación hidráulica, el ingreso de las multinacionales mediante acuerdos de TLC, la quiebra de más de seiscientas mil microempresas, la escasez, el aumento desmedido e irracional de los precios de la canasta familiar. Un país con un desplazamiento interno de más de 7 millones de coterráneos y cerca de 2.6 millones de campesinos a quienes les arrebataron sus tierras, que le sigue creyendo a los atroces discursos del “castrochavismo, la macabra izquierda expropiadora y el fantasma del hambre en el comunismo”.
Somos el país que desvergonzadamente sigue llorando un gol, una eliminación a un mundial, que lamenta desconsolada y cándidamente la cancelación de un concierto de Maluma, de Marbelle o el Estéreo Picnic, pero justifica entre risas y aplausos las masacres de pueblos afros, campesinos e indígenas, la agresión a comunidades inermes, la violación de niñas, niños y mujeres a manos de agentes del estado colombiano, las torturas, desapariciones, fugas cinematográficas, declaraciones embrutecidas y paralizadoras del establecimiento. ¡Definitivamente somos un pueblo, que dormido, no ha aprendido o le da miedo soñar, soñar bien, soñar sabroso!