…Cali a estas horas es una ciudad extraña…[i]
14 meses de encierro, una pandemia que acorraló al mundo entero y apaciguó las borrascas de las gentes colombianas; gentes pobres, gentes cansadas… gentes que por la geografía nacional caminaron, arengaron y se manifestaron el 21 de noviembre de 2019, pero que, tras unos meses, fueron sentenciadas al silencio de sus casas, de sus ranchos, al trabajo en el encierro, o al hambre que produce un país que deja al 50% de su población sobreviviendo del día a día.
Pasaron muchos meses desde aquel 21N, y, como era de esperarse, la pobreza aumentó, la violencia arreció, la corrupción continuó y la gente, quizá en el agobio de la soledad, de la incertidumbre comprendió que un virus no podría detener el paso de los pueblos que se hartan de trabajar para poner oro en ajenas arcas, de arrinconarse frente a la barbarie, y de callar frente al cinismo de un Estado criminal que se legitima únicamente en el uso la violencia.
El 2021 rumoreó desde sus primeros días que se avecinaban convulsiones, algunas de las voces parecían incrédulas y, sin embargo, para el 28 de abril, se convocó a la movilización, que ante todo pronóstico y en medio de contagios que aumentaban, llevó a las calles la desazón de siempre, el hastío frente a un gobierno inepto para atender las necesidades de sus ciudadanos, pero ágil para robar, masacrar, y dadivar impunidad.
Un estallido social que tuvo como epicentro al departamento del Valle y a la ciudad de Cali, lugares que hoy cuentan heridos, muertos y desaparecidos por centenas. El terror estatal y paraestatal desplegados con furia, armas disparadas por civiles o por las fuerzas armadas que los protegen con actitud servil.
Una situación que en cualquier democracia que tuviese un mínimo respeto por los Derechos Humanos, sería repudiada y puesta en manos de la justicia es, en Colombia, una República que no ha conocido la paz, parte fundante de la idiosincrasia belicista y narcotraficante, un paisaje cotidiano.
Sin embargo, en este país de la perpetua desazón, donde se cultivan coca, amapola y muertos, miles de personas salieron a las calles; a falta de inmunidad era menester perseguir la dignidad, y así lograron sobreponerse al temor de infectarse con un virus, quizá porque el hambre, la injusticia y la corrupción también son mortales.
Las formas fueron, como siempre, diversas, y mientras en algunos lugares la movilización fue eminentemente urbana, en otros, como en el Valle, las carreteras se hicieron trinchera, los bloqueos, que históricamente habían sido la única forma en que el gobierno se percataba de la existencia y demandas de las Gentes, parecían ser el camino; pero tras días y días, la única respuesta de los poderosos fue su borrasca de represión; todo un pueblo palpitante aguardó por un diálogo que jamás se dio.
Entre tanto los medios, que son propiedad del mismo gobierno y de sus aliados, llamaron vándalos a todos aquellos que se atrevían a desafiar el régimen, mentían y acrecentaban las acciones de los manifestantes, mientras callaban ante el terror que sembraban los dueños de las armas (legales o ilegales) y entre eufemismos, trataban de formar cortinas de humo, olvidando que ese humo era Cali, que ardía: desapariciones, torturas, cuerpos que flotaban en los ríos.
El Valle emergía como revelación de un país secuestrado por la ambición del extranjero, las dinastías criollas, el narcotráfico, los terratenientes, dispuestos a todo por salvaguardar sus negocios turbios, sus privilegios, su ilícita riqueza, su manera de burlar la justicia, y aun con todo ello, reconocerse descaradamente como “Gente de bien”.
Por fortuna, y será la única ventaja en un país tan desigual como este, hay otras Gentes que se hicieron visibles en esta exacerbación del crimen estatal, grupos de jóvenes que conformaron Las Primeras Líneas, esas, que con escudos artesanales y piedras defendieron sus territorios de los ejércitos que buscaban “restablecer el orden” con disparos, con tanquetas, con Venom, lacrimógenos, aturdidoras y hasta puñales.
Hubo otras Gentes, heterogéneas, dirigidas quizás por un sentimiento de solidaridad, de indignación, e incluso de esperanza, que se dieron a la tarea de apoyar a quienes día a día erguían sus pechos frente a los cañones del poder: Misiones médicas, defensores de Derechos Humanos, medios de comunicación independientes, madres que se tomaron un lugar en las Primeras Líneas, estudiantes, y maestros; estos últimos dibujados como parásitos por un gobierno que cada cuatro años entrega la cartera de educación casi por descarte a administradores y economistas, a lo mejor, para ver si a esa vaina le pueden sacar algo más de ganancia. Ese mismo gabinete cuya Mass Media destila veneno contra los docentes, cuando no ha sido capaz (durante más de un año) de entregar a los niños y niñas opción alguna de conectividad, ni de equipar los colegios con las condiciones mínimas requeridas para el retorno a la presencialidad en las aulas.
Los educadores y su vilipendiado sindicato, que parece tan amenazante en sus intenciones políticas, convocaron una Caravana Humanitaria que partiría de Bogotá y que tendría como última parada a Cali. El objetivo era esencialmente proveer de insumos médicos y recursos básicos de alimentación a las personas que conformaban las Primeras Líneas en el Valle, por supuesto, también quería demostrar su rotundo apoyo al movimiento popular que hacía frente a la escalada del terror estatal.
Profesores y estudiantes rodaron por las carreteras de Fusagasugá, Ibagué, Cajamarca, Armenia, y el Valle, viendo con sus propios ojos cómo era que las Gentes, continuaban resistiendo.
Sobre millas de asfalto hallamos las barricadas, y con estas, los grupos que salvaguardaban los artesanales bloqueos, en su mayoría muchachos que escondían sus rostros bajo camisetas, máscaras antigases o pasamontañas, quemados por ese sol abrasador del Valle, con los ojos irritados por tanto gas, por tanto humo, contándonos que estaban dispuestos a morir por unas peticiones que no abarcaban más que trabajo, educación y vida digna, si ya no alcanzaba para ellos, por lo menos para sus hijos. Diciéndonos también lo difícil que era estar allí, sobreviviendo, en guardia, como quien debe algo, cada hora, cada minuto. Esa terrorífica escena a la que habían terminado por acostumbrarse entre los disparos de la policía y de la “Gente de bien”
- ¿Y qué más hacemos? La única manera de que nos escuchen es tocándoles el bolsillo, entonces, bloqueamos, porque no hay de otra…
Pero ¿Eran solo ellos?
No, junto a esas Primeras Líneas, hilaban resistencia otras Gentes: Mujeres, también combativas, con capucha o sin ella, algunas sobre las barricadas con la misma fuerza y el mismo descontento, y también aquellas que curaban las heridas, la sed y el hambre; sus brazos encadenados pasaban ollas llenas de agua y de arroz, mientras las demás bajo los rudimentarios cambuches cuidaban enfermos y rezaban por los muertos.
Esas Gentes señaladas de criminales nos abrieron las carreteras que luego, a 8 kilómetros de Tuluá, la Policía quiso cerrarnos sin otro motivo que entorpecer lo que desde las ciudades se había recogido: mercados y medicamentos. Dos horas en las que se permitió el paso de cualquier vehículo, excepto los que conformaban la misión humanitaria en la que íbamos desde Bogotá. Seguramente, al no tener ninguna razón legal para retenernos, y al ver que los ánimos empezaban a agitarse, la policía despejó la vía y fue posible continuar.
Vientos mediáticos en contra, amenazas indirectas a través de Twitter por parte de algún expresidente que tildó la Caravana de “Terrorismo en movimiento” y con más demoras de las que habríamos podido calcular, arribamos a Cali, que brotó frente a nosotros como un animal herido, pero vivo; una tierra llena de lugares renombrados y resignificados por el estallido social: La Loma de la Dignidad, Puerto Resistencia, Puente de las Mil Luchas, Siloé, Sameco, Meléndez. Por sus calles hallamos misiones médicas encargadas de auxiliar a los dolientes de su macabra cotidianidad, jóvenes universitarias que llevaban mercados a lo largo y ancho de la ciudad proveyendo alimentos a los puntos de resistencia; conversamos también con mujeres que aunque marcadas por el tiempo, recordaban sus años de tenacidad social y política y visitaban a los jóvenes que permanecían en la batalla diaria, invitando al relevo en la justa lucha. Caminamos entre voces de personas que se negaban a callar ante la fiereza de los guardianes legales o ilegales del Estado, y a cada paso pateábamos casquillos de balas en lugar de piedras, una prueba más de los asaltos nocturnos, de los fogonazos de esas armas disparadas por quienes la justicia oculta, pero la realidad revela.
Y así, en medio del estremecimiento clareaba el 27 de mayo, y para entonces, la seguridad apremiaba. Abandonábamos la ciudad Ad Portas de una enorme manifestación que latía entre murales que inmortalizaban a los caídos y siluetas blancas dibujadas en el suelo que como lápidas artesanales fijaban en la memoria sus nombres… Nos despedía una caliginosa mañana, caliente, caliente como la misma Cali.
Poco más de tres meses han transcurrido desde nuestra visita, y como bien lo escribiría Caicedo: ¿y queda pasando algo? No nada. Como siempre[i]. Aún hoy se desconoce el número de personas desaparecidas en Cali durante el Paro Nacional, el número de asesinatos se eleva a 46 y la imputación de cargos por estos crímenes avanza únicamente para 6 víctimas, es decir 85% de los crímenes permanece en la impunidad.[ii] Afortunadamente este es el país del Acuerdo de Paz.
… Bienaventurados los aliados de muerte, porque de ellos es el reino de Colombia …[iii]
[i] Andrés Caicedo. Infección (Cuento,1966). En Calicalabozo
[ii] Cifras publicadas por el senador Wilson Arias, el 04 de septiembre de 2021
[iii] Andrés Caicedo escribe como epígrafe de su cuento Infección (1966): Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos es el reino de la tierra